La vía de comunicación predilecta de los ángeles es el silencio.
En ese ámbito se sienten a gusto. Cruzan el puente complacidos. En el ruido no pueden acercarse ni ser oídos. El barullo fabrica exclusas entre los mundos que los separan de nosotros. Las forja herméticamente cerradas. La genética de los ángeles es tan delicada como las ondas del aire impulsadas por el movimiento de una gota de rocío mientras cae dulcemente hacia la flor. Requiere que la densidad característica de nuestra mente entre en un régimen acelerado de dieta calórica. Precisamos reducir el peso de nuestro constante diálogo interior para hacerles espacio. El sutil dibujo que esa corriente puesta en marcha por la gota de rocío traza, es de una fina abertura por la cual se avienen a transmitir sus mensajes. Si por esa hendija infinitesimal se colaran sonidos caóticos o estridentes, provocarían una estampida entre los ángeles. Huyen del estrépito. Les inspira una sensación de fealdad. Lo padecen como si se vieran afectados por un dolor celular parecido al suplicio.
Espontáneamente sienten interés por los bebés, por los niños y por las personas comprometidas en los asuntos del espíritu. No discriminan entre una que cultiva su alma mediante acciones premeditadas u otras que manifiesten curiosidad o se encuentran tras el de hacerlo. Eso sí. Los predispone mal la coacción o el hecho de forzar las cosas. Los ángeles tienen el poder de evaluar las motivaciones de nuestra convocatoria. Poseen un libre albedrío del 62%. Pueden rehusar venir. Cuando responden positivamente o acuden por su cuenta, tienen lugares preferidos de asentamiento.
¿Qué lugar elegirías para reposar, descansar o disfrutar de tu tiempo libre? ¿Una cabaña en un bosque? ¿Cerca del mar con un buen libro? ¿A la vera de un río en una montaña? ¿Una casa confortable con wifi, Netflix y chocolates, recostad@ en un mullido sommier mientras afuera llueve? Para los ángeles esos sitios ideales son las células nerviosas del corazón y la glándula pineal. También los músculos que unen la lengua con el paladar, situados dentro del canal longitudinal formado por un chakra central que conecta el perineo con la coronilla.
El idioma que utilizan los ángeles está modulado por las mismas notas que componen la melodía del silencio. Hablan un dialecto del silencio que se llama “silencio inteligible”. Aunque resulte paradójico, el “silencio inteligible” sólo se puede oír cuando en el ambiente reina el silencio que vibra como un agudo silbido. En ese estado la mente se encuentra con la guardia baja, relajada, libre de la tiranía de los pensamientos fuera de control, despojada de los soliloquios encadenados como la montaña rusa al riel, que suben, caen en picada, aceleran, se retuercen, nos dan vértigo, les tiramos la toalla cuando reconocemos la derrota para que nos dejen respirar algo de paz y sin embargo, nunca cesan. Los pensamientos vienen a ser como pesados ladrillos que sellan a cal y canto la puerta entornada entre los mundos angelical y humano. Levantan una pared maciza de indiferencia separando de facto una relación simbiótica y fraterna activa desde la noche de los tiempos. El silencio la disuelve como el ácido a la madera y convoca a ese reencuentro dejando en estado puro la piedra preciosa. Para el alma es un festín de los dioses. Los ángeles utilizan esa compuerta para susurrar al oído espiritual del receptor, los conocimientos que pueden iluminar su camino y el de los demás.
Esas revelaciones pueden emerger a la conciencia en forma palpable, o pasar inadvertidas mientras desencadenan radicales cambios en nuestra vida. A la mayoría de esas informaciones no las conoceremos de manera intelectual hasta que las veamos consumadas en hechos, pero todos se orientan hacia un mismo norte. El deseo que mueve a los ángeles con más fuerza es el de ayudarnos a cumplir con la misión espiritual.
“Yo vivía con mis padres en una casa muy antigua. Para mí tenía un valor simbólico grande. Nací en esa casa. Era antigua pero divina”.
“Lamentablemente un día el dueño decide venderla y nos tenemos que ir”, cuenta Silvia. Tenían que pensar en una alternativa, pero había un obstáculo. “En esa época por la zona no había ningún departamento que se alquilara. Como mi abuelo tenía unos departamentitos tipo PH en Ciudadela, mis padres decidieron que nos mudemos allí. Tenía veintipico de años, estudiaba en la facultad y no quería irme de Palermo. Me tenía que mudar obligada por las circunstancias y estaba muy angustiada”.
Silvia no bajó los brazos. “Antes era común que las inmobiliarias pusieran cartelitos con la leyenda “se alquila” en las puertas o en las ventanas de las viviendas. Entonces salí a ver si había alguna propiedad que se alquilara en los alrededores. Me recorrí todo el barrio. No encontré nada. En todas decía “se vende”.
Sin embargo, cuando Silvia regresó de esa recorrida, justo en la esquina de su casa, de la mano de enfrente, vio un cartel. Era de cartón y estaba pintado a mano. Decía “se alquila”. Tenía un número de teléfono. Lo memorizó.
A Silvia le llamó la atención la presencia del cartel. Estaba justo en el edificio por donde había empezado a buscar un rato antes. Ya había pasado por ahí. “Qué raro, -pensó-. No lo ví”. La alegría del hallazgo fue más fuerte que la parálisis fugaz de la confusión y se puso en marcha. Volvió a su casa contenta ansiosa por darle la buena nueva a su mamá.
– “Aquí en la esquina hay un departamento que se alquila”, le anunció Silvia ilusionada. “Traje el teléfono”.
– “Bueno, dámelo que voy a llamar”, le contestó.
Efectivamente la madre se comunicó con una inmobiliaria, pero la esperanza se hizo añicos pronto. El hombre que la atendió se lo aclaró de entrada. “No se alquila, señora. El departamento está a la venta”. Conciente de la mala noticia, Silvia le indicó a su mamá que termine la conversación y corte. Sabía que la compra de una propiedad no estaba dentro de las posibilidades económicas de la familia, que oscilaba entre una pobreza con las necesidades básicas satisfechas y el primer escalón de la clase media. Pero la mamá la frenó y redobló la apuesta. “¿En cuánto se vende?”, le preguntó decidida al agente inmobiliario. Le pasó un precio que Silvia no recuerda, “pero para ese momento, era bajo”.
El papá de Silvia trabajaba en marroquinería. “Hacía cinturones y billeteras, pero lo que más dinero le dejó fueron los llaveros de cuero y las mallas de reloj”. El padre “había diseñado unos modelos preciosos. Siempre fue muy creativo. Cuando tenía dinero alquilaba una sala y cuando no, usaba como taller una piecita que había en mi casa”. Apenas terminada la conversación con el empleado de la inmobiliaria, la mamá lo llama al padre de Silvia y le dice “se vende económico”. “Sí, pero yo no tengo un peso”, le respondió su marido en pánico. “Tenés toda esta mercadería. ¡La podés vender!”.
El padre tenía stock para muchos meses.
Mientras la madre de Silvia lo exhortaba a que la vendiera toda ya, lo envió a que le regale un llavero al vendedor de la inmobiliaria. Era la estrategia de seducción que había tramado. Calculó que precisaba conquistarlo para lograr que les guarde la propiedad. Es que rondaba un peligro en ciernes. A oídos de la familia llegó el rumor de que un vecino también estaba interesado en el departamento, y tenían que ser precavidos.
– “¿Pero a quién le voy a vender todo esto?”, le contestó el padre con sensatez. ¿Cómo querés que haga?”.
– “Llamá a todos tus clientes. Lo vas a poder vender”.
“No sé cómo hizo”, confiesa Silva. “En pocos días colocó toda la mercadería. Con eso pudo pagar el adelanto. Para el resto sacó un crédito y lo fue cancelando en cuotas. Así pudieron comprar el departamento en el que todavía vivo hoy”.
Haciendo memoria, Silvia recuerda que se sintió presa de un enigma. Había cabos sueltos que la sumergían en un mar de confusión. “Yo estaba segura de haber leído ´se alquila´. Sin embargo, mi mamá me lo discutía. “¡El hombre me dijo que se vende!”.
Algo no le cerraba. Necesitaba aclarar esa contradicción. Bajó a la calle rauda para verlo de nuevo. “Era totalmente diferente. Un cartel de chapa, no de cartón. Tampoco estaba pintado con pintura de pared como el que yo había visto instantes atrás. Decía “se vende” con letras impresas. El número de teléfono sí era el mismo, pero ahora estaba ploteado, no escrito a mano. Me quedé muy sorprendida. Es algo que aún hoy me sigo preguntando. ¿Cómo hice para ver un cartel que no existía?”.
Tras una larga meditación, reflexionó. “Alguien me ha hecho ver eso para que mi mamá pudiera llamar a la inmobiliaria. Si yo le hubiera dicho, “en la esquina hay un departamento que se vende”, mi mamá jamás hubiera levantado el teléfono. El tema se hubiera terminado ahí y yo hoy estaría viviendo en Ciudadela. Pero gracias a que ví otra cosa, mi mamá llamó, evaluó que era barato, se entusiasmó, lo entusiasmó a mi papá y lo compraron. Todavía tengo en mi cabeza a ese cartel. Yo creo que algún ser espiritual percibió mi angustia y me habrá querido dar una mano. Y bien que me la dio. Creo que la ayuda también tuvo que ver con eso. Se conjugaron una serie de cosas como para que mis padres pudieran comprar la propiedad. Ese logro los hizo muy felices. Haber pasado de un departamento interno y alquilado, a una vivienda propia, que daba a la calle, con tres ventanas, en una esquina… para mis padres era un sueño que pudieron cumplir, gracias a que yo ví un cartel… inexistente”.
El lenguaje de los ángeles se basa en un alfabeto que en lugar de letras, está hecho de fulgores. Son chipas de luz en multitud de matices y variaciones de intensidad que adoptan la forma de una semilla.
Al depositarla amorosamente en sus destinatarios, la semilla habla mientras crece. A su tiempo, el receptor crece mientras escucha. La danza del rocío que desciende plácidamente sobre la flor se llama “intuición”. Los ángeles aman esa danza y les encanta que los inviten a bailarla. Se lamentan que lo hagamos con tan poca frecuencia, casi como si no existieran bailarines vocacionales. O como si pensáramos que ellos forman parte de una imaginativa trama de un cuento de hadas. Es una pena porque tienen miles de especialidades. Todas nos conciernen directamente. Un puñado de ejemplos nos lo muestra con claridad:
- El ángel Maestro de las Emociones nos ayuda a retomar el control cuando nuestras emociones se salen de quicio por la rabia, el miedo o la angustia acumulados.
- El ángel Maestro Destructor de Fortalezas de Soledad interviene cuando nos sentimos aislados en las relaciones afectivas, por alguna enfermedad, frente al éxito o el fracaso o dentro de una pareja.
- Al ángel Maestro de los Buscadores de Dios únicamente podemos llamarlo cuando lo buscamos para los demás. Nos guiará hasta un plano del Infinito situado en el límite exacto entre el egoísmo y el altruismo. En esa coordenada donde nos espera.
Estos nombres tan gráficos nos hablan de acciones contundentes. Las ejecutan desde el mismo silencio que ahora sabemos, en nada se parece a la Nada. El “silencio inteligible” puede estar lleno de visiones ricas en contenido simbólico capaces de cambiarnos la vida en un instante. El código de los augurios es uno de los métodos que más aplican. Aprender a captar esas señales que se esconden en los intersticios de sus mensajes es sinónimo de entrar en un mundo mágico en donde el arte de descifrarlas es un juego sagrado que le pone sal y pimienta a la vida. La devolución de ese guiño cómplice es todo un acontecimiento que comporta grandes consecuencias. Es un acto fundacional. Implica haber regresado a la vida luego de permanecer en una zona ciega a la burbujeante actividad del más allá, impermeable a lo sutil. Cuando descubrimos que siempre convivió adentro nuestro, nos encontramos frente al alto privilegio de recuperar el paraíso perdido. El eslabón perdido nunca estuvo entre el mono y el hombre a pesar de que el prontuario le pueda dan verosimilitud a la versión y la biología sea un buen camuflaje. En rigor, no desciende del simio. Ese anclaje siempre estuvo entre el humano y los ángeles.
El recuerdo de esta alianza es insoslayable para revitalizar el árido desierto en el que la vida se convierte cuando le damos la espalda a las cuestiones del espíritu. Mientras tanto, él nos interpela desde el silencio con su alfabeto mágico. Inspiraciones, visiones, porciones de belleza, empatía, sincronías, intuiciones, sensaciones agradables, cambios positivos en el ánimo o en el humor sin causa aparente, o la simple corazonada que no nos deja lugar a dudas sobre lo que tenemos que hacer, son indicios de que los ángeles se han fijado en nosotros y andan rondando cerca.
En efecto, dejaron sus dedos marcados en el territorio del milagro. No debemos tenerle miedo a esa palabra. Es un milagro que hayamos llegado hasta aquí sin haber aprendido a familiarizarnos con las peripecias del misterio, ni habernos educado en una práctica, percepción, conciencia y sensibilidad que lo vuelva tan cotidiano, obvio y natural, como es la existencia cuando se la reduce a las señales de humo de la orgullosa, oronda (y hedionda) diosa Razón, que se esfuman en el vacío de la nada.
Sería un milagro que sobrevivamos sin recordar esa alianza eterna y no la invoquemos desde el corazón de una hoguera espiritual que pueda ser vista desde todos los confines del Universo hasta llegar con el mensaje a un auditorio atento a responder a ese clamor.
Quien hubiese pensado que un poco de polvo animado de una insignificancia supina en la inmensidad del Infinito, fuera a tener ese poder privilegiado, santo y seña de los reyes, las reinas y l@s dios@s.
Pablo Vaserman